La papa es el tercer alimento más consumido en el mundo, y en Colombia es además el soporte vital de 350.000 empleos. Detrás de su historia reciente está la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), que desde 1988 ha creado 22 nuevas variedades, entre ellas la pastusa suprema, que revolucionó el cultivo al resistir la gota y reducir en 50 % el uso de fungicidas.
Desde los fríos páramos de Boyacá hasta las empinadas
laderas de Nariño, durante siglos la papa ha acompañado a campesinos, cocineros
y familias enteras, convirtiéndose en parte esencial de la identidad nacional.
Después del arroz y el trigo la papa es el tercer alimento
más importante del mundo, y en Colombia tiene un papel que va mucho más allá de
lo económico: genera alrededor de 350.000 empleos directos e indirectos, más de
100.000 familias productoras dependen de este cultivo, y hoy se cosechan más de
2,5 millones de toneladas al año, según el Instituto Colombiano Agropecuario
(ICA).
Aunque en los mercados y supermercados solemos ver apenas
tres o cuatro variedades –pastusa, criolla o sabanera–, la realidad es que en
el país se han identificado hasta 850 tipos diferentes de papa, una
biodiversidad que sorprende incluso a expertos internacionales. Algunas son
redondas y pequeñas como canicas doradas; otras alargadas y de piel rojiza;
unas sirven para espesar caldos, otras para freír sin absorber aceite, y varias
guardan en su interior colores inesperados: morados, rosados o amarillos intensos.
Antes de la década de 1970 Colombia ya había desarrollado
variedades mejoradas, y desde 1988 la UNAL ha contribuido con 22 nuevas, entre
ellas 13 de papa criolla, de la cual la Institución ha aportado el 72,2 %
de su desarrollo. Uno de los ejemplos más significativos es la papa parda
pastusa, probablemente la variedad más reconocida.
El profesor Carlos Eduardo Ñústez López, de la Facultad de
Ciencias Agrarias de la UNAL Sede Bogotá, lleva décadas trabajando en el tema y
recuerda que “la parda pastusa fue la primera variedad mejorada en Colombia, en
1955, convirtiéndose en un ícono y un paradigma. Con el paso de los años,
especialmente entre 1955 y 2005, comenzó a perder tamaño, lo que hizo necesario
un relevo genético”.
“Por ser una variedad con casi 60 años en el mercado, empezó
a desadaptarse a los cambios de clima: antes se podía sembrar en la Sabana de
Bogotá, pero luego quedó restringida a las zonas más altas de la cordillera;
aunque mucha gente cree que aún consume pastusa, en realidad esta ha cambiado
mucho”.
o ICA Nevada, exclusiva del territorio antioqueño, con un
nicho de mercado muy específico y adaptada a altitudes cercanas a los
2.100 msnm.
“El inicio del mejoramiento genético de papas en la Facultad
de Ciencias Agrarias empezó en 1988 con el profesor Nelson Estrada Ramos, y en
1995 se firmó un convenio con el ICA y la Federación Colombiana de Productores
de Papa para trabajar en este tema”, indica el experto Ñústez.
Ya en 2023, la UNAL –junto con Fedepapa y el Fondo Nacional
de Fomento de la Papa– impulsó la creación de parcelas semicomerciales en
municipios como Toca (Boyacá), en 4 fincas con 3 variedades insignia: Bachué
(en honor a los muiscas), reconocida por su excelente fritura; Villa (por el
municipio de Villapinzón), destacada por su resistencia a sequías; y Jacky
(dedicada a la esposa del profesor Ñústez), con un gran potencial de
rendimiento.
“Actualmente tenemos 38 parcelas en el país. Estamos en fase
de desarrollo de semillas”, añade.
De la resistencia a la gota al rescate del patrimonio
papero
Otra variedad fundamental trabajada por la Universidad es la
Pastusa Suprema, que ha demostrado resistencia a la enfermedad de la gota
gracias a un cruce con una variedad mexicana. “Esta papa cambió completamente
el panorama del cultivo, porque en 2009 ya ocupaba 46.000 hectáreas, con el
34,3 % de toda el área sembrada del país”, señala el profesor Ñústez.
Esta innovación permitió reducir hasta en un 50 % el
uso de fungicidas contra la gota (capaz de arrasar cultivos enteros en pocos
días) y amplió el rango de siembra en el país, al tiempo que aumentó la
productividad y la rentabilidad frente a otras variedades.
Para entender la magnitud de esta riqueza basta con viajar a
Boyacá, en donde se han registrado más de 18 variedades que aún circulan en
ferias y plazas locales. Allí, en pueblos como Toca o Ventaquemada, las abuelas
siguen distinguiendo las papas no por un nombre científico sino por su función
en la cocina. La papa criolla, por ejemplo, es tan valorada que recientemente
fue destacada como una de las mejores del mundo por el ranking internacional
Taste Atlas.
“La variedad Betina, adoptada en Boyacá, también es un buen
ejemplo del trabajo de la Universidad, pues muestra buena resistencia al estrés
hídrico; o la Esmeralda, que además tiene una forma y un color muy atractivos”,
comenta el profesor.
El proceso de mejoramiento genético no ocurre en un
laboratorio aislado: los campesinos participan activamente en la elección y
validación de nuevas variedades. Ellos prueban la semilla en sus parcelas,
observan si realmente rinde más, si resiste enfermedades, y sobre todo si la
gente la acepta en la cocina. Gracias a ese trabajo conjunto, entre 2003 y 2005
se liberaron 6 variedades tetraploides –como Esmeralda, Rubí y Punto Azul– que
rápidamente fueron adoptadas por los agricultores, pues asegura cosechas más
estables y rentables.
El mejoramiento genético de la papa consiste en cruzar
variedades con cualidades distintas, por ejemplo una de buen sabor con otra
resistente a enfermedades, y seleccionar, tras varias pruebas en campo y
laboratorio, aquellas plantas “hijas” que combinan lo mejor de ambas.
Más allá de lo económico hay un componente cultural y
simbólico que no se puede ignorar: cada papa lleva consigo una memoria
agrícola. Al rescatar germoplasma nativo, es decir material genético de
variedades locales, los investigadores también están protegiendo un patrimonio
que pertenece a todos. Perder una variedad de papa significa no solo dejar de
comerla, sino borrar siglos de adaptación, conocimiento campesino y
biodiversidad andina.






















