sábado, 13 de septiembre de 2025

De la criolla a la pastusa: 22 variedades de papa mejoradas por la UNAL

 La papa es el tercer alimento más consumido en el mundo, y en Colombia es además el soporte vital de 350.000 empleos. Detrás de su historia reciente está la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), que desde 1988 ha creado 22 nuevas variedades, entre ellas la pastusa suprema, que revolucionó el cultivo al resistir la gota y reducir en 50 % el uso de fungicidas.

Desde los fríos páramos de Boyacá hasta las empinadas laderas de Nariño, durante siglos la papa ha acompañado a campesinos, cocineros y familias enteras, convirtiéndose en parte esencial de la identidad nacional.

Después del arroz y el trigo la papa es el tercer alimento más importante del mundo, y en Colombia tiene un papel que va mucho más allá de lo económico: genera alrededor de 350.000 empleos directos e indirectos, más de 100.000 familias productoras dependen de este cultivo, y hoy se cosechan más de 2,5 millones de toneladas al año, según el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA).

Aunque en los mercados y supermercados solemos ver apenas tres o cuatro variedades –pastusa, criolla o sabanera–, la realidad es que en el país se han identificado hasta 850 tipos diferentes de papa, una biodiversidad que sorprende incluso a expertos internacionales. Algunas son redondas y pequeñas como canicas doradas; otras alargadas y de piel rojiza; unas sirven para espesar caldos, otras para freír sin absorber aceite, y varias guardan en su interior colores inesperados: morados, rosados o amarillos intensos.

Antes de la década de 1970 Colombia ya había desarrollado variedades mejoradas, y desde 1988 la UNAL ha contribuido con 22 nuevas, entre ellas 13 de papa criolla, de la cual la Institución ha aportado el 72,2 % de su desarrollo. Uno de los ejemplos más significativos es la papa parda pastusa, probablemente la variedad más reconocida.

El profesor Carlos Eduardo Ñústez López, de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UNAL Sede Bogotá, lleva décadas trabajando en el tema y recuerda que “la parda pastusa fue la primera variedad mejorada en Colombia, en 1955, convirtiéndose en un ícono y un paradigma. Con el paso de los años, especialmente entre 1955 y 2005, comenzó a perder tamaño, lo que hizo necesario un relevo genético”.

“Por ser una variedad con casi 60 años en el mercado, empezó a desadaptarse a los cambios de clima: antes se podía sembrar en la Sabana de Bogotá, pero luego quedó restringida a las zonas más altas de la cordillera; aunque mucha gente cree que aún consume pastusa, en realidad esta ha cambiado mucho”.

El investigador recalca además el aporte del ICA, con variedades como ICA Puracé, desarrollada en 1972 y cultivada en pequeñas áreas de Antioquia (en Boyacá y Cundinamarca ya no se encuentra),

o ICA Nevada, exclusiva del territorio antioqueño, con un nicho de mercado muy específico y adaptada a altitudes cercanas a los 2.100 msnm.

“El inicio del mejoramiento genético de papas en la Facultad de Ciencias Agrarias empezó en 1988 con el profesor Nelson Estrada Ramos, y en 1995 se firmó un convenio con el ICA y la Federación Colombiana de Productores de Papa para trabajar en este tema”, indica el experto Ñústez.

Ya en 2023, la UNAL –junto con Fedepapa y el Fondo Nacional de Fomento de la Papa– impulsó la creación de parcelas semicomerciales en municipios como Toca (Boyacá), en 4 fincas con 3 variedades insignia: Bachué (en honor a los muiscas), reconocida por su excelente fritura; Villa (por el municipio de Villapinzón), destacada por su resistencia a sequías; y Jacky (dedicada a la esposa del profesor Ñústez), con un gran potencial de rendimiento.

“Actualmente tenemos 38 parcelas en el país. Estamos en fase de desarrollo de semillas”, añade.

De la resistencia a la gota al rescate del patrimonio papero

Otra variedad fundamental trabajada por la Universidad es la Pastusa Suprema, que ha demostrado resistencia a la enfermedad de la gota gracias a un cruce con una variedad mexicana. “Esta papa cambió completamente el panorama del cultivo, porque en 2009 ya ocupaba 46.000 hectáreas, con el 34,3 % de toda el área sembrada del país”, señala el profesor Ñústez.

Esta innovación permitió reducir hasta en un 50 % el uso de fungicidas contra la gota (capaz de arrasar cultivos enteros en pocos días) y amplió el rango de siembra en el país, al tiempo que aumentó la productividad y la rentabilidad frente a otras variedades.

Para entender la magnitud de esta riqueza basta con viajar a Boyacá, en donde se han registrado más de 18 variedades que aún circulan en ferias y plazas locales. Allí, en pueblos como Toca o Ventaquemada, las abuelas siguen distinguiendo las papas no por un nombre científico sino por su función en la cocina. La papa criolla, por ejemplo, es tan valorada que recientemente fue destacada como una de las mejores del mundo por el ranking internacional Taste Atlas.

“La variedad Betina, adoptada en Boyacá, también es un buen ejemplo del trabajo de la Universidad, pues muestra buena resistencia al estrés hídrico; o la Esmeralda, que además tiene una forma y un color muy atractivos”, comenta el profesor.

El proceso de mejoramiento genético no ocurre en un laboratorio aislado: los campesinos participan activamente en la elección y validación de nuevas variedades. Ellos prueban la semilla en sus parcelas, observan si realmente rinde más, si resiste enfermedades, y sobre todo si la gente la acepta en la cocina. Gracias a ese trabajo conjunto, entre 2003 y 2005 se liberaron 6 variedades tetraploides –como Esmeralda, Rubí y Punto Azul– que rápidamente fueron adoptadas por los agricultores, pues asegura cosechas más estables y rentables.

El mejoramiento genético de la papa consiste en cruzar variedades con cualidades distintas, por ejemplo una de buen sabor con otra resistente a enfermedades, y seleccionar, tras varias pruebas en campo y laboratorio, aquellas plantas “hijas” que combinan lo mejor de ambas.

“Uno de los grandes retos es la variedad Diacol Capiro, que tiene gran sensibilidad a la enfermedad de la gota, pues fue desarrollada en 1961. Por eso es fundamental el relevo genético. Es necesario que estos procesos no se bloqueen, porque son para beneficio de los cultivadores, los paperos y los consumidores”, advierte el profesor Ñústez, quien presentó su conferencia en Agroexpo 2025.

Más allá de lo económico hay un componente cultural y simbólico que no se puede ignorar: cada papa lleva consigo una memoria agrícola. Al rescatar germoplasma nativo, es decir material genético de variedades locales, los investigadores también están protegiendo un patrimonio que pertenece a todos. Perder una variedad de papa significa no solo dejar de comerla, sino borrar siglos de adaptación, conocimiento campesino y biodiversidad andina.



 




miércoles, 10 de septiembre de 2025

Prueba detecta en menos de 10 días hongos que arrasan con cultivos de aguacate y cacao

 El aguacate y el cacao, dos productos emblemáticos en la mesa de los colombianos, enfrentan hongos capaces de destruir hasta el 80 % de un cultivo. El problema es que los productores suelen detectarlos solo dos o tres meses después de la infección, cuando ya es casi imposible salvar las plantas. Ahora, el desarrollo de una prueba molecular permite identificarlos entre 7 y 9 días, lo que abre la puerta a un control más temprano y efectivo de enfermedades como el machete y la muerte regresiva.

En Colombia el aguacate y el cacao no son solo productos de alto consumo, sino también motores de la economía agrícola. Según el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), en 2023 se sembraron 33.500 hectáreas de aguacate, con una producción cercana a las 150.000 toneladas al año y la generación de al menos 54.000 empleos directos e indirectos. Por su parte el cacao alcanzó en 2021 una producción récord de 69.040 toneladas, según la Federación Nacional de Cacaoteros, lo que representó un crecimiento del 8,9 % frente a 2020.

Aunque el aguacate y el cacao deleitan a miles de colombianos, ya sea en un guacamole para acompañar las comidas o en una taza de chocolate caliente en la mañana o la tarde, su producción enfrenta una amenaza silenciosa: los hongos Lasiodiplodia y Ceratocystis, causantes de la enfermedad del machete y de la muerte regresiva respectivamente. Dichos microorganismos ingresan por el tallo, se expanden por el interior de la planta y permanecen ocultos durante semanas; desde afuera todo parece normal, pero por dentro los árboles ya están condenados.

El problema es que cuando los síntomas finalmente aparecen –árboles débiles y marchitos– la enfermedad ya está muy avanzada. En ese momento el árbol se pierde y no hay mucho por hacer. Para los productores esto significa perder tiempo, dinero y esfuerzo, pues un cultivo que luce sano puede estar lleno de plantas infectadas sin que nadie lo advierta.

La buena noticia es que la ciencia colombiana encontró una forma de adelantarse a estos hongos que golpean con fuerza en departamentos como Antioquia, Santander y Arauca. La investigadora Laura Valentina Laverde Arias, magíster en Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), desarrolló una prueba capaz de detectar su presencia apenas una semana después de que entran en la planta. “La diferencia es enorme, pues ya no es necesario esperar meses para ver los síntomas, sino que ahora se puede identificar a tiempo y evitar que la enfermedad se propague”, explica la investigadora.

Señala además que “uno de los mayores riesgos de infección está en el proceso de injertación, en el cual se toma una parte pequeña de la planta para trasplantarla a otro cultivo, según las propiedades genéticas de interés para los productores, como por ejemplo resistencia a enfermedades o a condiciones extremas, entre otras”.

“Uno de los encargados de propagar el mal del machete es un pequeño escarabajo de la especie Xyleborus ferrugineus, que se introduce en los tallos de las plantas enfermas y dispersa las  esporas del hongo; por eso los productores aplican insecticidas para evitar que el problema se propague, pero desconocen el impacto sobre este y otros insecto cruciales para el ecosistema, pues son los encargados de mejorar los nutrientes en el suelo y las condiciones para que crezcan las plantas”.

Con esta nueva herramienta los viveros y productores podrán revisar sus plántulas antes de enviarlas al campo, reduciendo así el riesgo de transportar plantas aparentemente sanas que en realidad ya llevan la enfermedad por dentro. El beneficio no solo es técnico, sino que puede representar ahorros significativos y mayor seguridad para quienes dependen de estos cultivos.

Detectar a tiempo para salvar cultivos y economías rurales

Con el apoyo de la profesora de la UNAL Adriana González Almario, y de la investigadora Yeirme Jaimes, doctora de la Corporación Colombiana de Investigación Agropecuaria (Agrosavia), la magíster Laverde trabajó con muestras de hongos recolectadas en más de 10 fincas de Santander, Antioquia, Huila, Norte de Santander, Tolima y Valle del Cauca. En el laboratorio extrajo el ADN de los patógenos y diseñó una prueba especializada capaz de reconocer de manera precisa la infección causada por ellos.

Para comprobar su eficacia, inoculó en vivero 25 plántulas de cacao y aguacate con Lasiodiplodia y Ceratocystis y siguió de cerca la evolución de la enfermedad durante varios días, comparándolas con otras plantas sanas. Aunque por fuera los árboles infectados parecían saludables, los tallos mostraban necrosis y señales claras del daño interno.

La nueva técnica demostró capacidad de detectar los hongos incluso en cantidades muy pequeñas, y, gracias a su alta sensibilidad, diferenciarlos de otros organismos presentes en el ambiente, reduciendo al mínimo la posibilidad de errores en el diagnóstico.

Según la experta Laverde, “el cambio climático está exacerbando la presencia de estos hongos que, en el caso de Lasiodiplodia, antes podían vivir en el tallo sin generar ningún problema, pero que ahora están encontrando la temperatura ideal para expandirse”.

Además de diseñar la técnica, la investigadora plantea una ruta práctica para que viveros y laboratorios regionales puedan aplicarla en sus procesos. Así, en el futuro los productores no tendrán que depender solo de inspecciones visuales sino que contarán con un método confiable para garantizar que el material que llega al campo esté libre de enfermedades.

“En las regiones faltan centros especializados que puedan llevar a cabo este tipo de técnicas”, señala la magíster.

El impacto económico también resulta evidente. Proteger el cacao y el aguacate es salvaguardar dos motores de la agricultura nacional. El cacao se ha convertido en producto bandera de los programas de sustitución de cultivos ilícitos y en símbolo de calidad internacional, mientras que el aguacate Hass se consolidó como estrella de la agroexportación, con presencia en los mercados de Europa y Estados Unidos.

La innovación, desarrollada en los invernaderos de Agrosavia, llega en un momento crucial. En un mundo donde plagas y enfermedades se propagan con rapidez, Colombia da un paso adelante al crear una herramienta sencilla, rápida y confiable para proteger dos de sus tesoros agrícolas. Más  que un avance técnico, la herramienta representa una esperanza para los productores, que ahora cuentan con un aliado científico para defender sus cultivos, su trabajo y la seguridad alimentaria del país.





lunes, 8 de septiembre de 2025

De la semilla al comedor, la UNAL impulsa una estrategia de economía circular para el bienestar estudiantil

 El aire cambia apenas se cruza el umbral de uno de los 9 invernaderos de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Mientras afuera está el bullicio del tráfico bogotano, adentro el silencio se vuelve compañía. Entre olor a cilantro y tierra húmeda, estudiantes siembran y cosechan en el “Aula Viva”, espacio donde germina una estrategia institucional de economía circular que conecta formación, investigación y extensión con la producción de alimentos para la comunidad universitaria.

Concebida en 2022 y 2023 como respuesta a la necesidad de aprovechar estos espacios y asegurar soberanía alimentaria para miles de jóvenes, el Aula Viva trasciende hoy lo material y se reafirma como una experiencia de comunidad y memoria, gracias a la decidida gestión y compromiso de la actual administración de la UNAL. 

Así, la siembra de tomate, cebolla, lechuga y arveja forma parte de una oferta que ya no se mide en kilos sino en nutrición y cuidado de la vida universitaria. En más de 30.000 m2, la tierra se convierte en extensión del aula y cada hoja verde narra una historia de comunidad, aprendizaje y sentido de pertenencia.

“El Aula Viva no es solo un lugar para cultivar hortalizas, es un laboratorio con 9 invernaderos donde los estudiantes aprenden a sembrar conocimiento, a cosechar comunidad y a devolverle bienestar a toda la Universidad”, afirma el profesor Nicolás Duarte, de la Facultad de Ciencias Agrarias, encargado de esta estrategia de la UNAL Sede Bogotá.

Por su parte, desde la casa madre del Aula Viva de Saberes Ancestrales, Gloria Inés Muñoz, líder de la Red Intercultural de Saberes Ancestrales y Tradicionales del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), resume el papel de la economía circular en una frase: “sembrar no es solo producir, es tejer nación”. 

Sus palabras reflejan que el proyecto no se limita a garantizar comida en los platos, sino que además asegura pertenencia, identidad, y la certeza de que cada hoja cultivada sostiene de alguna manera la vida de quienes pasan por la Universidad.

El latido colectivo del Aula Viva

Entre surcos de tomate, cebolla y arveja, la voz de Samuel Largo, estudiante auxiliar de la Facultad de Ciencias Agrarias, expresa lo que significa este espacio de comunión: “aquí dejamos de ver la agricultura como un cálculo en el tablero y la sentimos en las manos, en la espalda, en el sudor. Es en ese contacto con la tierra donde realmente entendemos lo que significa nuestra profesión”.

En el Aula Viva participa una comunidad estudiantil diversa y masiva: auxiliares, corresponsales, promotores de convivencia y jóvenes de distintos programas se suman diariamente al cuidado de los cultivos. Ellos no solo siembran y riegan, también se encargan de organizar el transporte. 
Sus palabras reflejan que el proyecto no se limita a garantizar comida en los platos, sino que además asegura pertenencia, identidad, y la certeza de que cada hoja cultivada sostiene de alguna manera la vida de quienes pasan por la Universidad.

“Aquí no solo sembramos, también acompañamos cada paso: pedimos insumos, organizamos pedidos, llevamos las canastillas y vemos cómo lo que cultivamos termina en las manos de quienes cocinan para la Universidad. Es bonito sentir que cada tarea, por pequeña que parezca, alimenta a miles de compañeros”, dice Ivonne Lee, estudiante auxiliar de la Facultad de Ciencias Agrarias.

El movimiento es constante, como una respiración colectiva que late entre los invernaderos. Unos siembran, otros riegan, algunos cargan canastillas y otros anotan pedidos, todos unidos en el mismo ciclo de vida que nunca se detiene y avanza hacia otros escenarios del campus.

De la tierra a la cocina

La vida de la huerta no termina en la cosecha. En las cocinas universitarias, manos expertas convierten esas hortalizas  en almuerzos que alimentan a miles de personas. Con mucho amor, el sonido de los cuchillos contra la tabla se mezcla con el aroma del cilantro y el hervor de las ollas. “Es como volver al campo, aunque estemos en medio de la ciudad”, menciona una de las cocineras.

Lo que comenzó como semilla en la tierra se convierte en alimento caliente en el plato, cerrando un ciclo que une a estudiantes y cocineras en la misma apuesta de bienestar.

En el Aula Viva el cuidado nutricional es el hilo que orienta cada decisión. Las hortalizas que se cultivan allí no se planean solo por la facilidad de su cultivo sino porque aportan vitaminas, fibra y frescura, indispensables en la dieta estudiantil. La entrega de tomates, cebollas, lechugas y arvejas se programa con antelación según los menús de los comedores, y los pedidos se organizan con rigurosidad: listas semanales, registros de cantidades y entregas puntuales garantizan que lo que nace de la tierra llegue sin demora al plato.

La estudiante Lee, quien experimenta el Aula Viva como un espacio donde el trabajo de la tierra se mezcla con la crianza y la vida familiar, también experimenta el ciclo de forma integral. Cada día ella revive una dinámica en la que la siembra y la comercialización forman parte de su rutina. Pero más allá de la logística, este espacio se ha convertido en un lugar donde su vida personal y laboral se entrelazan. Sus hijos caminan entre los invernaderos con naturalidad, reconocen los lotes y acompañan el quehacer de una joven soñadora.

Esa escena cotidiana revela el impacto social del proyecto. Los huertos no solo alimentan a los estudiantes, sino que además se convierten en un escenario de crianza, enseñanza y comunidad donde las nuevas generaciones aprenden a valorar la tierra como parte de su vida.

Bienestar que trasciende el aula

El profesor Helver Balaguera, director de Bienestar de la Facultad de Ciencias Agrarias, recuerda que la presencia de tantos jóvenes interesados en esta estrategia le da al proyecto un carácter colectivo que trasciende lo académico. Para muchos, trabajar en los invernaderos también es una manera de sentirse útiles, de encontrar tranquilidad y de generar vínculos más allá del aula tradicional.

La atención de los estudiantes hacia el Aula Viva es constante. Algunos llegan por compromiso institucional, pero permanecen porque descubren en la tierra un refugio contra la presión de la ciudad y una oportunidad para aportar al bienestar de toda la comunidad universitaria. Así, la siembra se convierte en un acto de solidaridad donde cada hora invertida regresa en forma de alimento compartido.

El proyecto no solo alimenta estómagos, también nutre la vida universitaria. Según el profesor Balaguera, “producir alimentos para un semejante es una labor muy noble. Nuestros estudiantes lo hacen con orgullo, se sienten identificados. Muchos confiesan que acuden a los invernaderos a descansar del ruido de la ciudad, a socializar o simplemente a sentirse en el campo sin salir del campus. El bienestar se multiplica en formas visibles e invisibles”.

Entre las manos que cultivan y cocinan también se escuchan acentos de otras latitudes. Yana, estudiante alemana de la Especialización en Diseño, recuerda que para ella fue un “shock cultural” encontrarse con estos espacios, aunque pronto ese asombro se transformó en gratitud. “Me gusta mucho el lugar porque la gente es muy amable y la comida es rica y tradicional”, afirma. Su mirada confirma que en el Aula Viva no solo se siembra alimento, sino que allí germinan hospitalidad, diversidad y un sentido de comunidad sin fronteras.

El círculo se cierra incluso con lo que parece un desecho. Los restos de hojas, tallos y raíces que no llegan a la cocina se llevan a la compostera, un espacio construido hace pocos años detrás de los invernaderos. Allí, la materia se transforma en abono y vuelve a la tierra como alimento para nuevos cultivos. Así no se pierde nada: lo que un día fue descarte se convierte en futuro, recordando que la economía circular no es solo un concepto académico sino una práctica diaria que respira en cada rincón de las aulas vivas.

El sol comienza a caer y las hojas del tomate brillan con un verde intenso. En el aire flota una calma extraña, casi rural, que contrasta con el cemento que rodea el campus. La tierra nutre, los estudiantes siembran, los cocineros transforman y los comedores alimentan. En este ciclo, la economía circular se convierte en un acto colectivo donde la Universidad cultiva no solo alimentos, sino también comunidad, memoria y bienestar.