jueves, 23 de octubre de 2025

Genética de la yuca amazónica guarda la huella cultural de los pueblos indígenas

 En los resguardos Andoque de Aduche y Villa Azul (Caquetá), La Fuga (Guaviare) y el cabildo Tikuna de Leticia (Amazonas), un análisis genético de 126 cultivares de yuca reveló que las diferencias en su ADN no dependen del territorio ni del grupo indígena sino de los usos y las prácticas culturales transmitidas por generaciones. En la Amazonía, la cultura ha sido tan determinante como la naturaleza en la evolución del cultivo más emblemático de la selva.

Esta raíz, cultivada en los 32 departamentos de Colombia y base de la dieta de millones de personas, sostiene la seguridad alimentaria de comunidades campesinas e indígenas que la siembran, transforman y conservan desde tiempos ancestrales. Resistente a los suelos pobres y a las sequías, la yuca ha sido reconocida por la FAO como uno de los cultivos estratégicos frente al cambio climático.

En la Amazonia el tubérculo significa abundancia y continuidad de la vida, y cada familia cuida sus propias variedades en la chagra. Allí nace la investigación del biólogo Andrés David Jiménez Maldonado, magíster en Ciencias – Biología de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), interesado en comprender cómo el conocimiento tradicional –transmitido entre abuelas chagreras y sabedores– moldea la diversidad de un cultivo que también sostiene la identidad y la espiritualidad.

La investigación unió el trabajo científico con los conocimientos tradicionales de las comunidades. Durante varios meses, el biólogo recorrió el resguardo Andoque de Aduche, en Araracuara (Caquetá); Villa Azul, en Solano (Caquetá); La Fuga, en Calamar (Guaviare); y el cabildo indígena Tikuna, en Leticia (Amazonas), con cuyos habitantes construyó una metodología participativa que combinó entrevistas, observación y trabajo comunitario.

En las malokas conversó con los sabedores, guardianes de la historia y la medicina del territorio, y en las chagras compartió el trabajo diario con las mujeres, quienes le explicaron cómo identifican cada tipo de yuca por su textura, color o sabor, y cómo el uso que se le da determina su valor cultural.

Huella medible en los genes de la yuca

El investigador tomó pequeñas muestras de hoja de cada una de las 126 variedades, que luego analizó en el laboratorio del grupo Manihot Biotech de la UNAL, en donde extrajo el material genético para buscar sus diferencias internas.

Como en Colombia aún no existe la infraestructura para procesar miles de fragmentos genéticos al mismo tiempo, las muestras se enviaron a un laboratorio internacional especializado en genotipificación por secuenciación, técnica que permite identificar miles de pequeñas variaciones en el ADN y determinar qué tan emparentadas están unas plantas con otras.

El resultado fue un mapa con más de 47.000 diferencias genéticas en los 18 cromosomas de la planta. Al cruzar esos datos con la información recogida en los resguardos, el patrón fue claro: las plantas no se agrupan por la región ni por el pueblo que las cultiva, sino por los usos que las comunidades les dan.

Así, las variedades amarillas se emplean para elaborar fariña, alimento básico que acompaña casi todas las comidas; las blancas se destinan a la obtención de almidón, usado para preparar panes, casabes o tortillas y otros alimentos que se comparten en reuniones familiares; las dulces se consumen recién cosechadas; y las de manicuera tienen un valor simbólico y espiritual, pues se emplean en bebidas y rituales que evocan el origen de la humanidad según las narraciones indígenas.

Lo más revelador fue que estas agrupaciones coincidieron con los resultados de laboratorio. “La estructura genética de las plantas mostró el mismo patrón que la clasificación cultural, es decir que las yucas de un mismo uso compartían mayor similitud genética entre sí, aunque crecieran en regiones distantes o pertenecieran a pueblos diferentes”, destaca el magíster.

Esa significativa correspondencia entre el ADN y el conocimiento etnobotánico confirmó que las prácticas agrícolas y los intercambios entre familias han modelado la evolución del cultivo tanto como los factores naturales; en otras palabras, la cultura dejó una huella medible en los genes de la yuca.

Donde empezó la diversidad

El estudio permitió reconocer el papel de los cultivares de origen, es decir las variedades que, según las narraciones indígenas, fueron entregadas por el creador a los primeros pueblos. Estas plantas son consideradas como semillas fundacionales y guardianas de la identidad cultural. Además, los análisis genéticos mostraron que son las que presentan mayor distancia genética frente al resto de las muestras, lo que las convierte en un reservorio de diversidad única dentro del conjunto amazónico.

Para las comunidades, conservar estas yucas equivale a proteger su historia, pues ellas representan no solo la base de la alimentación, sino también la continuidad espiritual de los pueblos. “Los cultivares de origen son los que se cuidan con más esmero, los que no se intercambian fácilmente, y los que se siembran siguiendo las normas tradicionales de cada etnia. Su preservación depende de la transmisión oral de conocimientos, de la lengua y de la práctica cotidiana en la chagra”, relata el investigador.

Así mismo, mostró que los intercambios de estacas y semillas en celebraciones, matrimonios o trueques comunales han sido una fuente decisiva de diversidad. Las mujeres que migran por matrimonio suelen llevar consigo sus cultivares, lo que ha permitido que dos yucas sembradas a cientos de kilómetros puedan ser hermanas genéticamente, un reflejo del vínculo entre cultura, territorio y evolución.

De igual manera, el investigador evidenció que los procesos de intercambio, experimentación y selección cultural son tan determinantes como la adaptación ecológica. “Comprender esta relación es esencial para proteger tanto la biodiversidad como los sistemas de conocimiento que la sostienen”, señala el biólogo Jiménez.

También advierte que “la pérdida de lengua y de costumbres tradicionales amenaza directamente esa diversidad, porque en cada palabra y en cada práctica está codificado el conocimiento sobre las plantas. Si las nuevas generaciones dejan de aprender su idioma y su historia, se perderán no solo las semillas sino también la memoria genética y cultural que ellas representan”.









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