Tiene espinas en su tronco, pelos en sus hojas y frutos diminutos que no son comestibles sino amargos y tóxicos, y además posee una gran capacidad para adaptarse al calor y la lluvia intensos; así es el árbol de frutillo o cucubos, familiar de las papas y los tomates que ha sido poco estudiado aunque contiene alrededor de 21 genes que a futuro ayudarían a producir moléculas capaces de combatir células cancerígenas e inflamación, y de proveerles una armadura natural a plantas como el lulo, ante plagas y el cambio climático.
Para entender este mecanismo, imaginemos una planta atacada
por un hongo, una bacteria o un insecto, si no se protege de alguna manera no
sobrevivirá. Por eso familias como las solanáceas –a la que pertenece el árbol
de frutillo– producen compuestos naturales que repelen estos organismos y les
permiten vivir más y adaptarse mejor. Sin embargo, algunas especies –entre
ellas la papa sabanera o criolla que se consumen en el país– han ido perdiendo
la capacidad de producir dichos compuestos, ya que los agricultores les han
dado más importancia a las propiedades atractivas para el consumidor, como
sabor y el color, entre otras.
Los compuestos en cuestión se llaman glicoalcaloides
esteroidales (SGA), un nombre difícil de entender la primera vez que se lee,
pero que, en palabras más sencillas, es lo que se produce en la planta al
combinar azúcares presentes en su organismo con sustancias que provienen del
colesterol, ¿curioso, verdad? Así, plantas, árboles y arbustos de las
solanáceas que se protegen cuando son silvestres, tienen una cantidad y
diversidad mayor de estos compuestos.
Con esto en mente, el investigador Pablo Andrés Pérez Mesa,
doctor en Biología de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), se preguntó
si todas las especies de esta familia producen los compuestos, pues los
estudios se han centrado en papa y tomate, pero hay cientos de especies que no
han tenido la oportunidad de ser exploradas; de hecho, algunas comunidades
indígenas y campesinas en Cundinamarca y Santander las usan en sus actividades
diarias, por ejemplo sus hojas como jabón, ya que produce una especie de
espuma.
Al indagar en estos grupos encontró que la especie Solanum
stellatiglandulosum, también llamada frutillo, tiene 21 genes candidatos
para producir los SGA, un hallazgo sin precedentes pues este árbol ha pasado
desapercibido a los ojos de los investigadores y de los transeúntes de la
Región Andina.
“En Bogotá, en el sector del Parkway y en el Jardín Botánico
hay algunos individuos que resaltan por sus espinas y frutos diminutos con
sabor amargo y toxicidad, pues precisamente aún conservan esta propiedad para
defenderse ante plagas, lo cual los hace muy interesantes de estudiar. Incluso
se evidenció que existen nuevos compuestos de esta clase con potencial en
medicina y modificación genética para hacer resistentes a otras especies”,
asegura el experto.
De tal palo tal astilla
El doctor en Biología, en compañía de un grupo de
investigadores del grupo Tándem Max Planck de la UNAL, recopiló muestras de
semillas, frutos y partes de hojas y ramas de 126 especies distintas de
solanáceas, entre las que había papas, tomates, berenjenas y lulos, además de
árboles, arbustos y otras plantas silvestres poco estudiadas como el árbol
frutillo. Las semillas provenían de distintas regiones del país, entre ellas
Cundinamarca, Boyacá, Cauca, Meta, Antioquia e incluso Amazonas y Chocó.
“Aunque a lugares como Norte de Santander y la Sierra Nevada
de Santa Marta no pudimos llegar por la presencia de grupos al margen de la ley
y por la pandemia de Covid-19, encontramos en total 37 especies silvestres y 17
domesticadas, grupo en el que se destacan los lulos, que tiene cerca de 10
especies pero solo se consumen 3, en parte porque hay plantas de estos géneros
que se consideran como maleza y pasan desapercibidas para todo el mundo”,
indica el investigador Pérez.
Los compuestos presentes en estas plantas han sido descritos
en la literatura como agentes que disminuyen el crecimiento de células
cancerígenas de pulmón, por lo que la investigación de árboles como el frutillo
ayudaría a entender mejor estos mecanismos y su potencial uso en la industria
farmacológica.
El doctor explica que las semillas recolectadas se sembraron
en los invernaderos de la UNAL Sede Bogotá por alrededor de 2 años, hasta que
fueron adultos, para luego analizar su genética y metabolismo. Algunas muestras
se enviaron a Alemania, donde el Instituto Max Planck de Fisiología Vegetal en
Potsdam tiene los instrumentos necesarios para examinar los compuestos
presentes en las plantas.
Cuando las muestras regresaron, el investigador analizó si
los compuestos de interés estaban presentes y en qué cantidades: “aunque la
diferencia de concentraciones no es tan marcada, sí construimos la base de
datos completa de cómo está compuesto el genoma de estas especies de plantas,
lo cual es muy innovador y ayudaría a que sus aplicaciones sean una realidad a
futuro”.
Por otro lado, también encontró que aunque los borracheros o
las uchuvas forman parte de la misma familia, no producen estos compuestos.
Este es un primer paso para seguir analizando qué ocurre dentro de las plantas
y cómo esto ayudaría a generar especies más resistentes ante plagas y
enfermedades –como la gota o antracnosis– que todos los años dejan millonarias
pérdidas en frutos como el lulo, la papa y el tomate.
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