El mangostino —un fruto que crece en climas cálidos como el de Mariquita (Tolima)— pasa casi desapercibido en Colombia. Lo curioso de esta fruta de cáscara morada y pulpa blanca es que lo que más pesa de ella no se come: el 70 % es cáscara, y casi siempre se desecha. Justo allí, en lo que tiramos sin pensar, una investigación encontró una posible aliada para nuestra salud intestinal. Según los hallazgos del estudio, esta parte olvidada de la fruta cuidaría las bacterias “buenas” del organismo de manera similar a los productos comerciales como la inulina
Aunque no es originario de Colombia, el mangostino, fruta
tropical de los bosques húmedos del sudeste asiático, se adaptó con éxito en
América, especialmente en climas cálidos y húmedos como los del Tolima. En
municipios como Mariquita algunas familias campesinas lo cultivan con esmero y
lo venden en fresco. Esta fruta es apreciada por tener una pulpa de sabor
suave, pero pocos prestan atención a lo que queda tras comerla: una cáscara
gruesa y amarga que suele terminar en la basura.
Y sin embargo justo allí estaría la clave para cuidar algo
fundamental de nuestro cuerpo: la microbiota intestinal. Paula Daniela Sánchez
Vega, magíster en Biotecnología de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL)
Sede Medellín, se hizo una pregunta sencilla pero poderosa: ¿y si esa cáscara
no fuera solo desecho y sirviera como alimento para las bacterias buenas que
habitan en nuestro intestino?
Esas bacterias “buenas”, conocidas como probióticos, ayudan
a hacer la digestión, protegen contra infecciones y fortalecen nuestras
defensas. Pero, como todo ser vivo, necesitan alimentarse, y es ahí donde
entran los prebióticos, que son fibras o compuestos que no digerimos nosotros,
pero sí nuestras bacterias buenas; es algo así como ponerles el plato en la
mesa.
La hipótesis de la investigadora es que la cáscara del
mangostino actuaría como un prebiótico natural, y no solo eso, sino que sería
incluso más efectiva que productos ya conocidos como la inulina, una fibra
vegetal utilizada para este fin en muchas partes del mundo. El problema es que,
en grandes cantidades, la inulina puede causar molestias como hinchazón o
malestar estomacal.
Recordemos que la microbiota es el conjunto de
microorganismos –como bacterias, hongos y otros microbios– que viven
naturalmente en nuestro cuerpo, sobre todo en el intestino. Aunque suene raro,
tener “bichitos” adentro es algo bueno, ya que nos ayudan a digerir los
alimentos, a defendernos de enfermedades y a mantener el equilibrio en nuestro
organismo. Cuidar esa microbiota es como cuidar un jardín interior: si las
bacterias buenas están sanas y bien alimentadas, nuestro cuerpo también lo
estará.
Con esa harina preparó varios “caldos” o medios de cultivo,
que son líquidos especiales donde se pueden sembrar bacterias para ver si
crecen, haciendo cuatro tipos distintos: uno con glucosa (azúcar simple, como
la que usamos en casa), otro con inulina (el prebiótico comercial), uno con
hemicelulosa (una fibra extraída de la misma cáscara), y otro con la harina de
cáscara completa.
A cada uno le agregó diferentes bacterias: tres probióticos
conocidos por sus beneficios para el intestino: Lactiplantibacillus
plantarum, Lacticaseibacillus paracasei y Bifidobacterium
animalis, y una bacteria dañina llamada Escherichia coli, que
puede causar diarrea e infecciones. La idea era sencilla: ver cuál medio
ayudaba a crecer a las bacterias buenas sin favorecer a las malas.
El resultado fue sorprendente. Según la investigadora, el
medio con solo cáscara de mangostino estimuló notablemente el crecimiento de
las bacterias buenas, especialmente de L. plantarum, pero no
permitió que se desarrollara E. coli. Es decir que la cáscara
actuó de forma “inteligente”, promoviendo a las bacterias aliadas y frenando a
las perjudiciales.
Para comprobar este efecto, los investigadores midieron
cuántas bacterias crecían antes y después de 48 horas de cultivo. Así
compararon si el crecimiento era mayor con la cáscara, con inulina o con
glucosa. Además calcularon un “puntaje de actividad prebiótica”, que es una
fórmula que muestra qué tan bien crecen las bacterias buenas en comparación con
las malas(E. coli). Cuanto más alto sea ese puntaje, mejor será el
efecto de ese alimento sobre la microbiota intestinal.
Así mismo, al fermentar estas fibras las bacterias producen
ácidos como el ácido láctico, el acético y el propiónico, que ayudan a mantener
sano el intestino, fortalecen las defensas y combaten la inflamación. Son como
productos naturales de limpieza interna, producidos por nuestra propia
microbiota cuando le damos lo que necesitan.
Pero eso no es todo, la investigadora fue más allá de
simplemente observar. Usó herramientas estadísticas para encontrar la fórmula
ideal, es decir cuánta cáscara usar, cuánto tiempo incubar y a qué temperatura.
Determinó que con 6,41 gramos por litro de cáscara, a 39,9 °C durante 82
horas, el crecimiento de L. plantarum era óptimo. Esto es
crucial si algún día se quiere llevar esta idea a una escala mayor, como
producir suplementos o alimentos funcionales.
También intentó extraer un componente específico de la
cáscara: la hemicelulosa, una fibra muy prometedora. Aunque la cantidad que
logró recuperar fue baja, el medio preparado con ella también ayudó a crecer a
otra bacteria buena: B. lactis, lo que sugiere que hay más de
un camino para aprovechar la cáscara, y que vale la pena seguir investigando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario